martes, 25 de enero de 2011

ERNESTO GRIS

           


            Me levanto como de costumbre, a las siete. Entro al baño, el espejo me devuelve una imagen casi irreal, me desconozco.
El agua caliente de la ducha me relaja.
Cepillo mis dientes, sonrío, paso mi mano izquierda por la cara, me afeito y vuelvo a mirarme; ¡este sí soy yo… limpio, afeitado, sonriente!
Me visto.
Desayuno.
Intento poner el auto en marcha… ¡no arranca!
No importa, voy caminando.
Llego a mi trabajo, todos me saludan y sonríen, incluido mi jefe, con quien mantengo una excelente relación (no es para menos, en veintisiete años falté un solo día, cuando murió mi padre). Soy el que más trabaja y el que más responsabilidades asume, pese a que nunca lo han valorado.
Mi escritorio sobresale del resto, está colmado de papeles y carpetas. Al finalizar el día estará vacío, aunque para lograrlo deba trabajar dos o tres horas más, que jamás cobraré… pero sé que algún día me lo reconocerán ¡estoy seguro!
Quedé solo en la oficina, son las nueve de la noche… ¡Que tarde se hizo! Y eso que no paré ni siquiera para almorzar.
Voy al primer piso, al despacho de don Florencio, el dueño de la empresa. Allí encuentro un mensaje. ¡Cómo me aprecia don Florencio!... siempre se acuerda de mí.
Ernesto: las cosas que tenga para firmar déjelas en la secretaría, me ausentaré tres días, pues tengo un torneo de golf.  
Cumplo con lo indicado en el memo.
Me acerco al perchero, me pongo el chaleco gris, el saco gris, acomodo la corbata gris, peino mi cabello gris, salgo a la calle gris… camino por la ciudad gris.
“En fin… ¡mañana será otro día!”


Roberto O. Munyau
HECHO EL DEPÓSITO QUE INDICA LA LEY 11.723

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