miércoles, 19 de junio de 2013

VIAJE DESDE EL PASADO




Una brisa fresca, colándose por la ventana, recorrió la casa haciendo tintinar los caireles de la araña del comedor, interrumpiendo los recuerdos y trayéndome al presente. Pero de inmediato, casi sin darme cuenta volví a mi infancia, a la niñez, la inocencia, a la mirada de mi madre, a la que tanto me dio y nada le di, a la que no supe perdonar ni pedirle perdón. De la mano de los recuerdos anduve mi vida, como buscando a aquellos que lastimé y a los que me lastimaron. Como queriendo saldar cuentas viejas, casi tan viejas como yo. Como si la recorriera viajando en un tren.
Estación “Infancia”:
Me detuve en la estación “Infancia”, en Clemente Onelli, donde transcurrió lo mejor de mi niñez. Allí comenzó el desfile de mis amigos, los hijos del turco Elías, el cerro de la cruz y sus lagartijas, el arroyo seco y el diminuto puente de madera donde nos juntábamos a consumir horas y horas de juegos y risas sin darnos tiempo para otra cosa que no fuera nuestra propia irresponsabilidad de niños. Me vi con las mejillas y los labios cuarteados, por el aire seco de la Patagonia. Me vi con los dientes azules, de comer michai.  Me vi en las noches, después de la cena, escuchando a mi padre contándome historias de crotos que él había conocido en pequeñas estaciones del Ferrocarril Sud y mi madre protestando porque el agua del aljibe salía con arena. Vi la salamandra alimentada con carbón de piedra y el tronco petrificado que servía de escalón a la entrada del almacén del turco y el caballo que más que un caballo parecía un ómnibus, ya que lo montábamos de a cuatro y las cinchadas con los toritos, clavando un escarabajo en cada punta de un escarbadientes y el griterío hasta ver cuál de los dos llegaba primero a la meta previamente fijada. Vi el día que mis padres me dejaron en lo del turco, yéndose a Jacobacci   en el jeep del gendarme, regresando a los tres días y la cara de susto de mi madre… pasó mucho tiempo cuando me enteré de que el motivo del viaje fue que había perdido un embarazo. Me vi en el tren que nos trajo de regreso a nuestra ciudad después de ocho meses de permanencia en Clemente Onelli y mi angustia por dejar ese paisaje inmenso lleno de grises, marrones y viento.
Estación “Adolescencia”
Llegué a la estación “Adolescencia”. El secundario, los amigos, el primer enamoramiento y posterior fracaso amoroso. El despertar sexual con una señorita de vida airada, como decían algunas señoras del barrio, pero que para mí, en ese momento, era el gran amor de mi vida, ya que mi permanente erección me había convencido de que ese era el verdadero amor, aunque tuviera que pagarlo. Los conflictos con mi madre, sus histerias y su dominación que nunca pude comprender ni perdonar. Mi mudanza a La Plata para estudiar en la Universidad. Después de un tiempo me di cuenta que lo del estudio fue la excusa para cortar el cordón umbilical que me unía a ella, creyendo que a partir de allí me sentiría independiente. En esta estación comencé a dudar de la existencia de dios.
Estación “Juventud”
Recuerdo mi permanencia en la Universidad de La Plata. Eran tiempos de gran agitación política en el país. Habíamos salido de una dictadura paradójicamente “Libertadora” y fusiladora a la vez y entrábamos a una pseudo democracia, donde la mayoría del pueblo estaba proscripta y esto se reflejaba en el ámbito estudiantil, que se veía agravado por el enfrentamiento entre los que decían luchar por la enseñanza “Libre” y los que aspirábamos a la educación “Laica”. Eran épocas de germinación de ideales y también de las primeras frustraciones. Y de enamoramientos. Mis dudas sobre la existencia de dios se disiparon y tuve la certeza de que  sólo existe en la mente de los hombres. En esta estación conocí a la que fue la madre de mis hijos.
Estación “Adultez”
Aquí comencé a formar una familia, mi, familia. Me uní a la que fue el gran amor, mi, gran amor. Nos unimos, nos pertenecimos. Y vinieron los hijos y los proyectos. Algunos inalcanzables, inasibles, locos, otros no tanto, pero siempre juntos, perteneciéndonos. Ambos éramos dueños, uno del otro. Y la familia se fue convirtiendo en más familia y llegó nuestra nieta y luego más nietos. Pero un día te fuiste con tu enfermedad, un día de octubre y la lluvia agregó más tristeza a mi tristeza. Y escuché la voz de Marcelo en el teléfono diciendo: -Pa, ma se nos fue. Y esto pasó en el peor octubre y la peor lluvia. Y mis ganas de romper todo, de gritar, llorar, putear, sí, putear y putear ¿a quién? No lo sé, nunca lo supe. Tal vez a todos y a todo. Luego la búsqueda loca, sin ton ni son, de otras manos, otras caricias, otras miradas, viendo en cada mujer algún parecido a la que se había ido. No es cierto eso de que el tiempo todo lo cura, a lo sumo hace más tolerable el dolor.
Ahora me veo aquí, en el andén de esta estación “Adultez”, como  esperando el tren, ese que no me traerá de regreso.

Otra vez, una nueva brisa se cuela por la ventana haciendo tintinar los caireles de la araña del comedor…

MÚSICA EN EL DESIERTO



La aridez penetró sus ojos y el viento parecía una flauta mágica. Un concierto de juncos silbando, endulzaba los oídos del músico. Elevándose, comenzó a escribir la mejor partitura.
El paisaje arenoso se inundó de los sonidos más bellos que jamás había escuchado.