viernes, 12 de noviembre de 2010

HARTAZGO

Cuando llegó a la pensión era casi de noche. Fue un alivio no encontrarse en la entrada con la vieja. Debía  dos meses y los reclamos de la mujer eran insoportables. Ella vivía en el departamento de adelante y la puerta de entrada daba al zaguán. El pasillo largo y oscuro se le hacía interminable, por la lentitud con la que debía pasar para no ser escuchado.  
Su cuarto estaba en el primer piso, a pocos metros del baño que compartía con otros pensionistas. Las manchas de humedad, el deterioro de las paredes y las cucarachas indicaban que la antigüedad de la casona debería rondar los setenta u ochenta años.
En la pieza, la puerta y un ventiluz eran las únicas conexiones con el exterior. Una lamparita de cuarenta wats sin pantalla, pendía de un cable cumpliendo su sentencia de muerte. La cama de una plaza, un ropero viejo y la mesa de luz, eran sus compañeros nocturnos.

Llegó a Buenos Aires en el mes de marzo, con un bolsito de mano y la convicción de que allí encontraría el porvenir que su pueblo natal le negaba. Tenía veintiocho años.
En la pensión de la calle Pavón vas a estar bien. En poco tiempo, cuando consigas trabajo, te vas a poder mudar a algún departamento más al centro… ¡Buenos Aires es otra cosa, ya vas a ver!  Le había dicho alguien haciéndole un guiño.

Empezaban a sentirse los primeros calores de la primavera y en la pensión de la calle Pavón no estaba bien, no tenía trabajo, ni departamento… y Buenos Aires no era otra cosa.

Ese día había salido temprano, como siempre. Leyó los clasificados en el diario del bar, donde todas las mañanas desayunaba con un  café chico y una medialuna. Era su único alimento hasta la noche.
Luego Constitución, el subte, aire caliente, transpiración, estación Diagonal Norte, escaleras, más escaleras, calle, calor, espera, más espera, gente, más gente, horas y más horas y regreso… y nada.
Gaseosa, sándwich y pensión. Y al día siguiente volver a empezar… y nada.

Se recostó en la cama vestido, mirando el cielorraso. El silencio era interrumpido sólo por la sibilancia asmática de sus bronquios. El aroma del cigarrillo disimulaba el olor a humedad. Hacía una mueca con la boca para fabricar volutas de humo, que subían lentamente hasta el techo y las observaba, hasta que detuvo su vista en un rincón. La mancha de humedad semejaba el mapa de un país lejano, imaginario, fantástico, donde él era  su rey. El sepia y el gris se desvanecían dándole paso a los otros colores. La lamparita se convirtió en una enorme y magnífica araña de cristal. Manjares, bellísimas mujeres, paisajes exuberantes, música celestial. El rostro se le iluminó con una leve sonrisa.

El toc, toc en la puerta lo sobresaltó.
-¡Escúcheme, le doy plazo hasta el viernes para que pague! ¡De lo contrario se manda a mudar!- Era la voz de la vieja.
Los ojos se le encendieron. Las manos encrespadas se cerraron y querían golpear. Su rostro enrojeció de ira y mirando hacia la puerta con furia, sólo atinó a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Buenos Aires! ¡la reputísima madre que te parió!  



Roberto O. Munyau
HECHO EL DEPÓSITO QUE INDICA LA LEY 11.723 


1 comentario:

  1. Roberto, me gustó el cuento. El final fue sorpresivo, esperaba más.
    Buen uso del formato cuento.

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