jueves, 13 de octubre de 2011

CLEMENTE ONELLI






                                             (I)

“Clemente Onelli” decía en el letrero de la estación.
El chirrido de las ruedas anunciaba que habíamos llegado.
El resuello asmático de la locomotora, se mezclaba con nuestras pisadas sobre el pedregullo del andén y las voces de algunos paseantes pueblerinos, cuyo único entretenimiento era esperar el tren.
A los pocos minutos, partió rumbo a Bariloche y se llevó sus ruidos.
Nos quedamos solos observando el pueblo. El silencio se hizo cómplice de la soledad… y nos invadieron. Se notaba la tristeza en la cara de mis padres, que quedaron absortos mirando el caserío, mientras yo observaba todo con curiosidad de niño.
Había en el aire un aroma extraño que en ese momento no pude definir.
Eran en total unas veinticinco casas, casi todas de adobe, algunas de ladrillos, incrustadas en un paisaje desértico, con las montañas de fondo. Era primavera, pero los únicos colores que se habían adueñado del paisaje eran el gris y el marrón.
No había cables, ni postes…ni electricidad.
Estuvimos viviendo durante ocho meses en la casa de la estación.
Pocos para mí, demasiados para mi madre. Allí perdió un embarazo.
No teníamos radio y a modo de entretenimiento, después de la cena, mi padre solía contarme historias de crotos que había conocido en distintos pueblos que unía el Ferrocarril Sud, como se le llamaba en épocas de los ingleses. Fue así que aprendí a admirar y respetar a esos trashumantes celebradores del silencio.
Por la punta oeste del poblado pasaba un arroyo, caudaloso en época de deshielo, seco el resto del año. Allí nos juntábamos los más chicos para jugar en su lecho arenoso.
A poca distancia estaba la capilla, al lado el destacamento habitado por un gendarme, su mujer y un preso. Seguían algunas casas y enfrente de la estación un almacén de ramos generales donde vivía su dueño, el turco Elías, con su mujer y ocho hijos.
En el otro extremo estaba la carnicería, pintada de blanco con sus ventanas y puerta cubiertas con alambre fiambrero, propiedad de Frida y Otto, alemanes de unos cincuenta y tantos años.
A unos diez kilómetros hacia el noroeste, en plena montaña, había una tribu de mapuches. De vez en cuando aparecían en Onelli para aprovisionarse de víveres, o para hacerse extraer alguna muela dolorosa, menester del que se ocupaba el turco del almacén, con elementos muy rudimentarios, a veces con una pinza “pico de loro”.
Cuando mi padre culminó su tarea en la estación del ferrocarril, nos fuimos. Ellos con alegría…yo no.
Había terminado el verano.
Estábamos en la estación, esperando el tren que venía de Bariloche.
Mis padres, ansiosos y alegres porque retornábamos a nuestra ciudad, en la provincia de Buenos Aires, después de ocho meses de permanencia en ese pueblo.
Sentía una sensación rara que en ese momento no podía describir. Miraba con tristeza el caserío, el Cerro de la Cruz poblado de lagartijas, la montaña gris, el arroyo seco, el almacén del turco Elías, la carnicería de Frida y Otto, los arbustos de michai, que eran la tentación de las ovejas. El turco nos mandaba a espantarlas para que no comieran su fruto porque, según decía, la carne tomaba mal gusto.
Y el viento… siempre el viento.
Era como si estuviera mirando un cuadro.
A lo lejos, entre los cerros se podía ver el humo de la locomotora y ya se escuchaba su pitido anunciando la llegada.
En el rostro de mis padres se notaba la alegría. En mí, la felicidad iba cediendo terreno y avanzaba la nostalgia.
Cuando arrancó el tren, sentí que ese paisaje se había grabado en mí para siempre.
Asomado por la ventanilla, veía cómo el letrero con fondo negro y letras blancas de la estación, se iba achicando junto con el pueblo y por esa magia de los sentidos me invadió nuevamente el mismo aroma extraño que sentí al llegar. Entonces me di cuenta  ¡“Clemente Onelli” huele a olvido!
Tuve que hacer un esfuerzo para evitar que brotara alguna lágrima melancólica.
Mi alma había perdido la virginidad.

                                                                           (II)
                                                                    (Mi regreso)

¿Por qué volver?
No lo sé.
La misma respuesta para la eterna pregunta.
La voz áspera del guarda me sobresaltó.
-¡Clemente Onelli!
Habían pasado casi sesenta años.
Creí que iba a encontrar un lugar muy distinto al que había conocido en mi infancia, pero lo único diferente era la estación, el tren y la ausencia de mis padres a quienes había perdido, hacía unos cuantos años. Como si el desmantelamiento de la década del 90 no hubiese sido suficiente, en el año 2002 un incendio devoró por completo las instalaciones ferroviarias. La locomotora a vapor ahora era diesel. Los vagones de madera, se habían convertido en moles de acero y plástico. El pitido agudo, se había transformado en un bocinazo ronco.
-¿Cuánto para?- Pregunté curioso.
-Un minuto- Contestó con sequedad.
Tan sólo un minuto…
Bajé al andén y aspiré profundo ese aire reseco con olor a olvido.
La soledad, el silencio, el gris y el viento, inundaron mi alma.
¡Cuántos recuerdos!
Era como estar mirando un cuadro arrumbado en un rincón, desde hacía casi sesenta años.
El cerro de la cruz con sus lagartijas, el destacamento del gendarme, el almacén del turco Elías, la carnicería de Frida y Otto… ¡y el viento! Todo estaba  incrustado en ese desierto, como en aquellos tiempos.
Recorrí el pueblo y llegué hasta el arroyo seco donde aún estaba el puente de madera, un poco más desvencijado… los años también habían pasado por allí. Me parecía ver a los hijos del turco, mis amigos, jugando y saltando a los gritos sobre él… ¡y el viento!
Al entrar en el almacén, tropecé con el tronco petrificado que servía de escalón. El mismo de hacía tanto tiempo. Sobre el dintel de la puerta, el letrero de antaño: “Almacén y fonda”… ya casi no se leía. Pregunté por el turco y me dijeron que había muerto hacía muchos años, que los hijos vendieron el negocio a los actuales dueños y  se fueron del pueblo, nadie sabía adónde.
-¿Qué se puede almorzar?- Pregunté.
-Puchero de oveja y sopa- Fue la respuesta.
Igual que antes. Los mismos platos de aluminio, el mismo ruido al rozar la cuchara sobre la arenilla que quedaba en el fondo. El agua del aljibe salía con arena, mi madre solía protestar por ese motivo.
Después del almuerzo salí a recorrer el poblado. Llegué hasta el cerro de la cruz y comí michai hasta pintarme los dientes de azul, como cuando era chico… ¡y el viento!
Al anochecer volví a la fonda para cenar. Me ofrecieron una habitación para pasar la noche, pero no acepté.
Fui a la estación e intenté dormir envuelto en una manta, echado en el único banco que había en el andén. Pero no pude… quería tragarme las estrellas.
Al asomar las primeras luces, el bocinazo ronco del tren me sacudió.
Antes de subir me di vuelta para mirar por última vez, el pueblo donde todo pasa: el tren, los camiones y los autos por la ruta de tierra, el progreso... ¡y el viento!
El único que no pasa es el tiempo… él se quedó.
Regresé a la ciudad.
Mi alma sigue inundada de silencio, soledad, gris y viento.
¿Por qué volver? me pregunté nuevamente.
Esta vez, encontré la respuesta.
Porque “Clemente Onelli”… ¡es mi lugar en el mundo!

Roberto O. Munyau

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