domingo, 2 de octubre de 2011

CELULAR



Desde hacía veintidós años y hasta comienzos de la década del noventa, el Toto, así le llamaban en el pueblo, había trabajado como administrativo en una empresa estatal. Pero el destino y el ministro de economía de entonces, quisieron que a partir del año noventa y tres, pasara a formar parte de la legión de desocupados que poblara nuestro país en aquella época.
Pasaron casi tres años y después de mucho padecer, consiguió emplearse en la funeraria La Mortaja, propiedad de Agapito Camposanto, su amigo de la infancia.
Se vistió con un antiguo y lustroso traje marrón, camisa verde, corbata amarilla y se presentó ante Agapito, quien espantado al verlo así ataviado, lo hizo vestir de negro y camisa blanca, con ropa que él mismo le proveyó.
Pasaron algunos días de duro aprendizaje, pero en poco tiempo más se acostumbró al manipuleo de los cuerpos, los ataúdes y a hacer de acompañante en los entierros.

En aquellos años se habían puesto de moda los teléfonos celulares.
Toto no pudo sustraerse a la tentación y con su primer sueldo compró un aparato, con tan mala suerte que ese mismo día lo extravió. 
Se encontraba colocando la mortaja a un difunto, cuando se dio  cuenta de que lo había perdido. Buscó desesperadamente entre sus ropas sin encontrarlo. Terminó su trabajo y con la ayuda de su compañero, llevaron el féretro al recinto donde esperaban los familiares del fallecido. Luego continuó con la búsqueda hasta por los lugares más insólitos. Pero todo fue inútil.
-¿Qué buscás?- Preguntó Agapito.
-El celular… ¿podés creer que lo compré esta mañana y ya lo perdí?
-Bueno… llamá desde el fijo y cuando suene te vas a dar cuenta dónde está.

En la sala velatoria, se encontraban el finado y los deudos con sus rostros compungidos, cuando de pronto, desde el interior del cajón se oyeron los compases de:… la cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar…
Roberto O. Munyau

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