Una brisa fresca, colándose por
la ventana, recorrió la casa haciendo tintinar los caireles de la araña del
comedor, interrumpiendo los recuerdos y trayéndome al presente. Pero de
inmediato, casi sin darme cuenta volví a mi infancia, a la niñez, la inocencia,
a la mirada de mi madre, a la que tanto me dio y nada le di, a la que no supe
perdonar ni pedirle perdón. De la mano de los recuerdos anduve mi vida, como
buscando a aquellos que lastimé y a los que me lastimaron. Como queriendo saldar
cuentas viejas, casi tan viejas como yo. Como si la recorriera viajando en un
tren.
Estación “Infancia”:
Me detuve en la estación “Infancia”,
en Clemente Onelli, donde transcurrió lo mejor de mi niñez. Allí comenzó el
desfile de mis amigos, los hijos del turco Elías, el cerro de la cruz y sus
lagartijas, el arroyo seco y el diminuto puente de madera donde nos juntábamos a
consumir horas y horas de juegos y risas sin darnos tiempo para otra cosa que
no fuera nuestra propia irresponsabilidad de niños. Me vi con las mejillas y
los labios cuarteados, por el aire seco de la Patagonia. Me vi con los dientes
azules, de comer michai. Me vi en las
noches, después de la cena, escuchando a mi padre contándome historias de
crotos que él había conocido en pequeñas estaciones del Ferrocarril Sud y mi
madre protestando porque el agua del aljibe salía con arena. Vi la salamandra
alimentada con carbón de piedra y el tronco petrificado que servía de escalón a
la entrada del almacén del turco y el caballo que más que un caballo parecía un
ómnibus, ya que lo montábamos de a cuatro y las cinchadas con los toritos,
clavando un escarabajo en cada punta de un escarbadientes y el griterío hasta
ver cuál de los dos llegaba primero a la meta previamente fijada. Vi el día que
mis padres me dejaron en lo del turco, yéndose a Jacobacci en el
jeep del gendarme, regresando a los tres días y la cara de susto de mi madre…
pasó mucho tiempo cuando me enteré de que el motivo del viaje fue que había
perdido un embarazo. Me vi en el tren que nos trajo de regreso a nuestra ciudad
después de ocho meses de permanencia en Clemente Onelli y mi angustia por dejar
ese paisaje inmenso lleno de grises, marrones y viento.
Estación “Adolescencia”
Llegué a la estación
“Adolescencia”. El secundario, los amigos, el primer enamoramiento y posterior
fracaso amoroso. El despertar sexual con una señorita de vida airada, como
decían algunas señoras del barrio, pero que para mí, en ese momento, era el
gran amor de mi vida, ya que mi permanente erección me había convencido de que
ese era el verdadero amor, aunque tuviera que pagarlo. Los conflictos con mi
madre, sus histerias y su dominación que nunca pude comprender ni perdonar. Mi
mudanza a La Plata para estudiar en la Universidad. Después de un tiempo me di
cuenta que lo del estudio fue la excusa para cortar el cordón umbilical que me
unía a ella, creyendo que a partir de allí me sentiría independiente. En esta
estación comencé a dudar de la existencia de dios.
Estación “Juventud”
Recuerdo mi permanencia en la
Universidad de La Plata. Eran tiempos de gran agitación política en el país.
Habíamos salido de una dictadura paradójicamente “Libertadora” y fusiladora a
la vez y entrábamos a una pseudo democracia, donde la mayoría del pueblo estaba
proscripta y esto se reflejaba en el ámbito estudiantil, que se veía agravado
por el enfrentamiento entre los que decían luchar por la enseñanza “Libre” y
los que aspirábamos a la educación “Laica”. Eran épocas de germinación de
ideales y también de las primeras frustraciones. Y de enamoramientos. Mis dudas
sobre la existencia de dios se disiparon y tuve la certeza de que sólo existe en la mente de los hombres. En
esta estación conocí a la que fue la madre de mis hijos.
Estación “Adultez”
Aquí comencé a formar una
familia, mi, familia. Me uní a la que fue el gran amor, mi, gran amor. Nos
unimos, nos pertenecimos. Y vinieron los hijos y los proyectos. Algunos
inalcanzables, inasibles, locos, otros no tanto, pero siempre juntos,
perteneciéndonos. Ambos éramos dueños, uno del otro. Y la familia se fue
convirtiendo en más familia y llegó nuestra nieta y luego más nietos. Pero un
día te fuiste con tu enfermedad, un día de octubre y la lluvia agregó más
tristeza a mi tristeza. Y escuché la voz de Marcelo en el teléfono diciendo:
-Pa, ma se nos fue. Y esto pasó en el peor octubre y la peor lluvia. Y mis
ganas de romper todo, de gritar, llorar, putear, sí, putear y putear ¿a quién?
No lo sé, nunca lo supe. Tal vez a todos y a todo. Luego la búsqueda loca, sin
ton ni son, de otras manos, otras caricias, otras miradas, viendo en cada mujer
algún parecido a la que se había ido. No es cierto eso de que el tiempo todo lo
cura, a lo sumo hace más tolerable el dolor.
Ahora me veo aquí, en el andén
de esta estación “Adultez”, como
esperando el tren, ese que no me traerá de regreso.
Otra vez, una nueva brisa se
cuela por la ventana haciendo tintinar los caireles de la araña del comedor…
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